"Ante el misterio de la muerte la fe cristiana se presenta
como fuente de serenidad y paz"- 17/3/1992 –
al Primer
Congreso internacional sobre la asistencia a los moribundos
Juan Pablo II
"Ante el misterio de la muerte la fe
cristiana se presenta como fuente de serenidad y paz"
Ilustres señores y
señoras:
1. Me alegra acogeros esta mañana, en
audiencia especial, a todos vosotros, los organizadores y los participantes en
el primer congreso internacional sobre el tema: «La asistencia al moribundo.
Aspectos socioculturales, médico-asistenciales y pastorales», organizado por el
Centro de bioética que la Universidad católica del Sagrado Corazón ha instituido
en su seno ya desde el año 1985.
Os agradezco vuestra visita y doy a cada
uno mi cordial bienvenida. En particular, dirijo un saludo agradecido a mons.
Elio Sgreccia, que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos
vosotros.
Se eligió ese tema con la intención de
ofrecer una respuesta clara y motivada a los muchos interrogantes y temores que rodean el acontecimiento
de la muerte. En nuestra sociedad son raros los casos en que se está preparado
para ese acontecimiento y, por ello, a lo largo de los trabajos del congreso,
habéis tratado de poner de relieve los muchos y complejos aspectos de la
problemática tan delicada que lo envuelve: se trata de aspectos sociológicos,
clínicos y antropológicos; se trata también de repercusiones teológicas, éticas
y pastorales.
El sentido de la existencia, asunto
fundamental
2. De la muerte surge el drama del ser
humano: el hombre, frente a esa meta, no puede menos de plantearse la pregunta
acerca del sentido de su existencia en el mundo. La literatura antigua y
moderna, la filosofía, la sociología, la ética y la moral, el arte y la poesía,
se interrogan acerca de un asunto tan fundamental e
inevitable.
Ahora bien, las respuestas a menudo
resultan confusas, contradictorias o, incluso,
desesperadas.
Toda persona busca el bienestar material,
en ocasiones de forma afanosa, pero se encuentra, a su pesar, con el límite
insalvable del sufrimiento y de la muerte; límite acompañado de incertidumbre y
soledad, inquietud y angustia.
Ante el misterio de la muerte el hombre
se halla impotente, vacilan las certezas humanas. Pero, precisamente frente a
ese desafío, la fe cristiana, si se la comprende y escucha en toda su riqueza,
se presenta como fuente de serenidad y paz. En efecto, a la luz del Evangelio,
la vida del hombre asume una dimensión nueva y
sobrenatural.
Lo que parecía carecer de significado
adquiere entonces sentido y valor.
Puntos de referencia sólidos y
convincentes
3. Cuando falla la referencia al mensaje
salvífico de la fe y de la esperanza, y como consecuencia de ello se afloja el
llamado de la caridad, hacen su aparición principios pragmáticos y
utilitaristas, que llegan a teorizar como lógica e incluso justificable la
supresión de la vida, si se la considera un peso para sí mismos o para los
demás. Así, impulsada por algunas ideologías, amplificadas por los medios de
comunicación social, la opinión pública corre el riesgo de tolerar o, incluso,
justificar comportamientos éticos que se hallan en neto contraste con la
dignidad de la persona: pensemos, por ejemplo, en el aborto, la eutanasia precoz
de los recién nacidos, el suicidio, la eutanasia terminal y las múltiples y
preocupantes intervenciones que atañen al campo genético.
Frente a casos especialmente dramáticos y
desconcertantes, incluso los creyentes podrían quedar perplejos, si les faltan
puntos de referencia sólidos y convincentes. Cuán necesario es, por tanto formar
las conciencias según la doctrina cristiana, evitando opiniones inciertas y
dando respuestas adecuadas a dudas insidiosas, afrontando y resolviendo los
problemas con una constante referencia a Cristo y al magisterio de la Iglesia.
Acoger, respetar, promover y defender la
vida
4. Con respecto al acontecimiento
inevitable de la muerte, la Iglesia vuelve a proponer, basándose en la palabra
de Cristo, su enseñanza perenne, válida hoy igual que
ayer.
La vida es don del Creador, y es preciso
gastarla al servicio de los hermanos, a los que, en el actual plan de salvación,
siempre puede proporcionar un gran beneficio. Por ello, nunca es lícito alterar
su curso, desde el inicio hasta su término natural. Al contrario, debe ser
acogida, respetada, promovida con todos los medios y defendida de toda
amenaza.
Es útil recordar, al respecto, cuanto
afirmó la Congregación para la doctrina de la fe en la «Declaración sobre la
eutanasia» del 5 de mayo de 1980: «Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un
ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo
incurable o agonizante. Nadie, además, puede pedir este gesto homicida para sí
mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita
o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo.
Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una ofensa a la
dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado
contra la humanidad» (n. II: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 6 de julio de 1980, pág. 8).
Con respecto al así llamado
«encarnizamiento terapéutico», que consistiría en el uso de medios extenuantes y
pesados para el enfermo condenándolo de hecho a una agonía prolongada
artificialmente la citada
Declaración prosigue así: «Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar
de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar
a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y
penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas
al enfermo en casos similares» (n. IV).
Por otra parte, la medicina dispone hoy
de medios que permiten el alivio del dolor dentro del debido respeto a la
persona del enfermo.
El moribundo necesita una presencia
amorosa
5. La muerte es un momento realmente
misterioso, un acontecimiento que es preciso rodear de afecto y respeto.
Oportunamente, en el ámbito de vuestro congreso, habéis afrontado los problemas
que implica la atención humana y espiritual a los pacientes que se hallan en la
fase terminal.
Junto a la persona que se debate entre la
vida y la muerte, hace falta, sobre todo, una presencia amorosa. La fase
terminal, que en otros tiempos solía contar con la asistencia de los familiares
en un clima de tranquilo recogimiento y de esperanza cristiana, en la época
actual corre el peligro de desarrollarse con frecuencia en lugares llenos de
gente y de movimiento, bajo el control de personal médico sanitario preocupado
principalmente del aspecto biofísico de la enfermedad. Así se afirma cada vez
más el fenómeno dé la medicalización de la muerte, que en medida creciente suele
considerarse poco respetuoso de la compleja situación humana de la persona que
sufre.
La conciencia de que el moribundo se
apresta a encontrarse con Dios para toda la eternidad debe impulsar a los
familiares, a los seres queridos, al personal médico, sanitario y religioso, a
acompañarlo en ese momento tan decisivo de su existencia con solicitud atenta a
todo aspecto, incluido el espiritual de su condición.
A los que se hallan enfermos y sobre todo
a los moribundos como he recordado con anterioridad en otras
circunstancias- no les debe faltar el afecto de sus familiares, la atención de
los médicos y enfermeros y el consuelo de sus amigos. La experiencia enseña que,
por encima de los consuelos humanos, reviste una importancia fundamental la
ayuda que le proporciona al moribundo la fe en Dios y la esperanza en la vida
eterna.
Responsabilidad y
valentía
6. Ilustres señores y señoras, con vivo
aprecio hacia vuestro trabajo, os aliento a proseguir en el empeño de defender y
promover la vida. Testimoniad el «evangelio de la vida». Sentíos responsables de
este anuncio y proclamadlo «valientemente y sin ningún miedo -incluso con el
riesgo de ir contra corriente- con las palabras y con las obras, a cada persona,
a los pueblos y los Estados» (Carta a todos los obispos de la Iglesia después
del Consistorio extraordinario del 4 al 7 de abril de 1991; cf. L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 21 de junio de 1991, pág.
1).
Cuando curáis a un enfermo o defendéis la
vida, prestáis con competencia y responsabilidad un servicio cualificado y
cualificante a la humanidad. Os sostenga en esa misión la protección de María,
Madre del Verbo encarnado, y os acompañe también mi
bendición.
Joannes Paulus pp.
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